J. Christian Arriagada
Hubo un tiempo en que los tejados de ese pequeño pueblo fueron el gran escenario de aquellas melodiosas arias nocturnas. El acompañamiento orquestal estaba a cargo del viento que pasaba silbando rumbo al norte arrastrando hojas y levantando el polvo de las calles vacías, del follaje de los árboles, y del riachuelo que bajaba de los cerros y mantenía cadenciosamente su ritmo. Siempre que comenzaba el concierto, sobre los tejados aparecía