Hubo un tiempo en que los tejados de ese pequeño pueblo fueron el gran escenario de aquellas melodiosas arias nocturnas. El acompañamiento orquestal estaba a cargo del viento que pasaba silbando rumbo al norte arrastrando hojas y levantando el polvo de las calles vacías, del follaje de los árboles, y del riachuelo que bajaba de los cerros y mantenía cadenciosamente su ritmo.
Siempre que comenzaba el concierto, sobre los tejados aparecía la gatita, quien tenía el pelaje de unos colores nunca antes vistos: era la admiración de los árboles, los saltamontes, las piedras, los pájaros, los roedores, y de los felinos del lugar porque su maullido era especialmente dulce.
Noche a noche todos los seres que allí habitaban esperaban expectantes ese momento mágico para escuchar aquellas bellas notas musicales. Y cada vez que cantaba, las flores abrían anticipadamente antes de nacer el sol.
Ella era feliz con su pelaje suave y aquel especial talento para maullar. Sus cualidades eran increíblemente naturales, algo así como la fatamorgana sobre la piel del desierto en el horizonte; tan natural, que a veces lo olvidaba. Por eso cuando las estrellas punteaban brillantes en lo alto del cielo, la luna agradecía su dulce canto iluminando con más fuerza sus pupilas.
En una ocasión, cruzando el callejón se encontró con un perro que miraba las estrellas y a cada nebulosa le dedicaba un aullido. Como ella era sensible y curiosa sintió una conexión especial con ese perro que miraba las estrellas y aullaba cada vez que descifraba una constelación; y aunque él no tuviera su talento, todo eso le parecía muy gracioso y extraño. Entonces, sin advertirlo siquiera, la gatita lo incluyo en sus pensamientos y en su corazón todo el tiempo que colocaba sus afinados melismas a vibrar sobre el viento.

Se hicieron amigos y mientras se conocían salían a recorrer las calles por las noches y los días. Jugaban entremedio de las ruedas de los pocos y viejos autos que habían en el lugar y se divertían desordenando la marcha de las hormigas que avanzaban en perfectas líneas a recolectar la comida para el invierno. ¡Fue un tiempo de mucha felicidad!, ella sentía que admiraba tanto a ese perro que de alguna forma... poco a poco... se distrajo y abandonó los tejados.
Después de un tiempo, observó que las flores de su pueblo ya no estaban rebosantes y erguidas, y la luna no se reflejaba con tanta fuerza sobre la llanura y los riachuelos porque su maullido, había perdido su natural belleza.
Un día, justo después de la primera lluvia que anunciaba la llegada del otoño, se vio reflejada sobre un charco de agua. Sus pupilas de amarillo intenso fueron testigos del color grisáceo y opaco de su melena. Y en un momento de profunda tristeza dos lágrimas se descolgaron de sus ojos y al contacto sobre la calma de aquel espejo de agua formaron dos perfectos anillos que lentamente se expandieron; y resignada siguió su camino sin darle importancia a su propio reflejo.
Continuaba juntándose con el perro de quien se enamoró profundamente.
Pero algunas cosas dejaron de ser habituales; él tampoco miraba las estrellas y se estaba mostrando como un perro cualquiera, que buscaba en el tarro de basura del viejo callejón las sobras y la poca comida que había. Aún así, la gatita atesoraba en su mente y en su corazón aquella imagen del -can mirador de estrellas-. Y transitaba una y otra vez por ese recuerdo: porque era una buena manera de sentirse mejor.
Cada vez que el perro hurgaba en el tarro de basura ella lo justificaba pensando: “¿Quizás no sea tan fácil para él como para las hormigas, que trabajan en equipo?, o tal vez, ¿las avellanas que caen de los avellanos solo sean un rico menú para las marmotas?”.
El tiempo pasó y a la gatita le costaba mucho cantar porque ya había olvidado el verdadero sentido de su existencia. Sabía que algo no estaba bien, pero era muy difícil para ella cambiar su situación. No lograba darse cuenta que las flores, la luna, los pájaros, los insectos, los ríos y los roedores necesitaban de su canto, simplemente porque todos eran mucho más felices con su presencia y sus ronroneos.
Hasta que una tarde caminando sobre las escaleras del faro que alumbraba la ruta de las embarcaciones miró el horizonte, y vio que a lo lejos había una especie de arco de siete colores. Ella no sabía lo que era pero, la altura y la perfecta simetría de aquella curvatura de luz le inspiró: y quiso ir hasta su origen, que quedaba más allá del mar.
Todo esto era muy curioso porque: aunque los techos, las flores y callejones de ese pequeño y perdido pueblo eran su vida, -y sin ser bello-, el tarro de basura también le recordaban a ese perro que por las noches, como un centinela resguardaba el cielo. No obstante, una voz interior le susurraba que más allá de aquella superficie índigo, ondulante y cristalina, justo al pie del arcoíris algo había. Entonces se armó de valor y corrió y corrió... y mientras corría sus lágrimas se convertían en serpenteantes charcos detrás de su cola.
Y surcó montes, valles, y parajes desconocidos…
La gatita avanzaba sin voltear, sus patitas se aferraban con más fuerza y determinación sobre el camino sin dejarse vencer por la nostalgia que sentía. Poco a poco dejaba atrás todo lo que ella conocía. Confundida, con miedo, ansia y una gran pena continuó por la playa días y noches expectante de llegar al cimiento del arcoíris.
Cuando su cuerpo agotado por el esfuerzo le pedía descanso, se encontró con una cascada donde el mar era de un tono celeste. Y delante de ella, se asomaba la base del arcoiris con los siete colores más intensos.

La gatita ya no sentía pena ni cansancio: ¡estaba feliz de haber podido llegar hasta allí!. Era tanta su dicha que susurró un suave y expresivo maullido, y cuando cantó su última nota, vio que del mar crecieron tal cantidad de flores que formaron un puente flotante hasta el arcoíris.
¡Aquello fue extraordinariamente increíble!
Empezó a avanzar por un camino de tulipanes, rosas, girasoles, violetas y todas las flores más bellas de este lado del universo. Y cuando sus patitas rosaban los pétalos, éstos, en sincronizadas danzas acariciaban su pelaje devolviéndole sus colores originales.
Ella ya no recordaba ese callejón obscuro ni aquel gris y solitario tarro de basura, porque delante de ella tenía el arcoíris más hermoso. Se acercó un poco y cuando cruzó esa cascada de colores vio que frente a sus ojos había un sonriente delfín con una nariz de botella muy lustrosa, y detrás de él un camino de flores tan colorido como el que, a ella, el mar le había construido.
Tal fue su asombro, que al delfín le preguntó:
¿Y tú quién eres, como llegaste hasta aquí?
Y él le respondió:
Yo vengo de más allá de los arrecifes, incluso más allá del desierto blanco que bordea las montañas submarinas; y he nadado años y años para llegar hasta aquí.
A lo que ella nuevamente preguntó:
¿y porque viniste hasta acá desde tan lejos?
Y el delfín contestó:
Porque hace mucho tiempo atrás, cerca de la costa naranja en el mar de nueve colores, el viento soplaba sobre la ondulante superficie de mi hogar verdaderas sinfonías. Aquellas hermosas melodías provenían desde el Sur, y cada vez que mis oídos las escuchaba me empinaba en mis aletas caudales, cantaba y mi mirada se perdía entre la línea del cielo y el mar. Y me enamoraba perdidamente de la brisa salada que rozaba mis sentidos.
La gatita escucho al delfín y al mismo tiempo advirtió que la aleta que tenía justo sobre su espalda estaba doblada. Las flores del mar no habían podido devolverle su rectitud. Entonces con mucha calma se aproximó al arcoíris, y de un salto trepó sobre aquel arco colorido y resplandeciente, y justo en la cima, miró al cielo, cerro los ojos, y lentamente llenó de aire sus pulmones…
Cuenta la leyenda que de aquel lugar surgió el maullido más bello que jamás nadie, en todas las atmósferas de todos los mundos haya podido sentir. Y cuando eso ocurrió, al sol le crecieron alas y se elevó de su inminente puesta sobre el horizonte.
El delfín, al escucharla, sintió como su aleta dorsal volvía a recuperar su forma. Y supo que aquel maullido era el sonido que las nubes, el suave y agradable petricor y el viento le habían llevado a su hogar en el pasado.
Desde aquella tarde de aquel lejano momento, en que, perdidos en algún lugar de este extraño y mágico mundo le dieron alas al sol; aquel delfín siguió escuchando en cada silbido del viento, en cada marejada, en cada tromba de agua...
Cada vez que el sol se escondía delante de sus ojos…
En cada salto en que ágilmente su cuerpo emergía de las profundidades del mar para conquistar las alturas del cielo,
En cada luna reflejada…
aquel concierto… hasta el fin de sus días.