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Arreando el Piño

La travesía de las mañanas sin tiempo

por J. Christian Arriagada

Arreando el Piño

Las personas mágicas existen, y nos enseñan que el tiempo es solo un detalle.

Cada mañana se preparaban para ir al colegio. Su madre, diligente y amorosa, se encargaba de despertarlos antes del amanecer, cuando el cielo aún estaba oscuro. Les daba el desayuno, les ayudaba con la vestimenta, preparaba sus mochilas, meriendas, y se aseguraba de que todo estuviera listo para que llegaran a tiempo.

Pero el encargado de llevar a los niños al colegio era el abuelo. Una vez que la madre terminaba todas las tareas de la mañana, el abuelo tomaba las riendas. Juntos, salían caminando al alba, y durante todo el trayecto, el abuelo comenzaba su ritual:

—Había una vez un hombre llamado Sansón —empezaba el abuelo—, un hombre de fuerza insuperable…

Y así, la historia cobraba vida mientras caminaban. Sus pasos resonaban sobre las calles y el puente de madera que cruzaba un pequeño riachuelo, y el murmullo del agua se mezclaba con las voces del abuelo y los niños. A medida que avanzaban, la respiración se hacía más intensa por el ejercicio de la caminata, llenando de aire frío cada bocanada. Sin embargo, cuando el abuelo relataba, parecía que el tiempo se detenía. No existía el pasado ni el futuro; solo el presente, su tono particular y su historia.

Los niños lo escuchaban con los ojos muy abiertos, fascinados por las hazañas del héroe. A menudo, interrumpían con preguntas:

—Abuelito, ¿qué le pasó a Sansón cuando perdió su fuerza? ¿Por qué Dalila lo traicionó?

El abuelo, siempre entusiasta, se sumergía en los detalles de la historia. A veces, detenía el paso para gesticular, trazando figuras en el aire con los brazos, que los niños observaban con atención. Tan apasionado se volvía, que buscaba una rama caída en el suelo, la tomaba y, con la postura solemne de los abuelos, se inclinaba para dibujar en la tierra. Delineaba los caminos de las ciudades, dibujaba los palacios y trazaba el lugar exacto donde Sansón se sentó bajo un árbol. Con esa rama, señalaba:

—Aquí, justo aquí, Sansón descansó, y más allá ocurrió la gran batalla…

Los niños seguían cada movimiento de la rama en el suelo, con la imaginación desbordante y los corazones latiendo al ritmo de la narración. Todo se volvía un mundo lleno de colores, de historias épicas, y de héroes antiguos.

Pero cuando la historia llegaba a su mejor momento, el abuelo sacaba su reloj de bolsillo, miraba la hora, se acomodaba su boina y exclamaba descolocado:

—¡Estamos atrasados! ¡Hay que arrear el piño!

El hechizo se rompía y súbitamente, comenzaba una carrera frenética. Todos corrían, el abuelo y los niños, entre risas y un poco de ansiedad, tratando de llegar antes de que cerraran las puertas del colegio.

—¡Vamos arreando el piño! —les volvía a decir el abuelo a los niños, mientras ellos hacían todo lo posible por apurarse. Pero el peso de los cuadernos, las mochilas y alguna bolsita con alimentos hacía que correr fuera una tarea difícil, volviendo sus pasos torpes pero determinados en la carrera hacia el colegio. Por cierto, siempre había uno que se quedaba más atrás.

El hechizo se rompía, y comenzaba una carrera frenética. Todos corrían, el abuelo y los niños, entre risas y un poco de ansiedad, tratando de llegar antes de que cerraran las puertas del colegio.

Sin embargo, ni la prisa lograba alterar el ritual del abuelo: siempre, siempre, se detenía en el kiosco de la esquina. Sin importar lo tarde que estuvieran, hacía una pausa para comprar unas calugas cuadradas de color café envueltas en celofán transparente. Y con un movimiento exagerado, se la deslizaba a los niños en los bolsillos, como si fuese un truco de magia:

—¡No le digan nada a la mamá! —les decía, guiñando un ojo detrás de esos lentes de grueso marco negro.

A veces llegaban justo a tiempo; otras, un poco más tarde, pero el abuelo siempre encontraba la manera de convencer al inspector de la puerta, con su simpatía innata y su hablar sencillo. El inspector, con una sonrisa, les abría el paso:

—Hoy casi lo logran —decía el inspector, mientras los niños entraban corriendo.

Sin embargo, ni la prisa lograba alterar el ritual del abuelo: siempre, siempre, se detenía en el kiosco de la esquina.

Así, cada mañana era una travesía entre la fantasía y la realidad. Un paseo lleno de aventuras, de dulces secretos y complicidades que terminaban siempre en una carrera desenfrenada para llegar antes de las ocho. Y aunque el abuelo siempre corría esos últimos cinco minutos, jamás dejó de contarles historias.

Con el paso del tiempo y un poco mas grandes, aquellos niños recordaban la figura de aquel hombre sencillo y entrañable. Y comprendían, que a veces la verdadera magia no está en los cuentos, sino en quien los cuenta.

Con el paso del tiempo y un poco mas grandes, aquellos niños recordaban la figura de aquel hombre sencillo y entrañable. Y comprendían, que a veces la verdadera magia no está en los cuentos, sino en quien los cuenta.

Y aunque los relojes siempre apuren, en cada pausa, en cada historia, puede haber un instante eterno donde el tiempo se detenga y el presente se convierta en un regalo.

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